domingo, 12 de agosto de 2012


EL CONCILIO VATICANO II CONTRADICE TODA 
LA ENSEÑANZA OFICIAL DE LA IGLESIA SOBRE EL ISLAM

Papa Juan Pablo II besando el Corán

LO QUE LA IGLESIA ENSEÑÓ SIEMPRE SOBRE EL ISLAM

* Papa Eugenio IV, Concilio de Basilea, 1434: “… existe la esperanza de que un gran número de la ABOMINABLE SECTA DE MAHOMA será convertido a la fe católica”
* Papa Calixto III: “Yo prometo (…) exaltar la fe verdadera, y exterminar la SECTA DIABÓLICA de los reprobados e infieles de Mahoma [ISLAM] en el Oriente”

LO QUE SE ENSEÑA "la iglesia" DESPUÉS DEL CONCILIO VATICANO II (1962)

* Concilio Vaticano II-Declaración Sobre las religiones no-cristianas (Nostra Aetate #3): «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso…» 
* Concilio Vaticano II-Declaración Sobre las religiones no-cristianas (Nostra Aetate #2) «La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones [no-cristianas] hay de verdadero y santo…» 

Papa Benedicto XVI orando en Asís junto a los reprobados e infieles de Mahoma

A quien vamos a obedecer??? Al magisterio INFALIBLE de la Iglesia de mas de 1800 años o a las declaraciones de un concilio "pastoral" que carece de infalibilidad.
LA VERDAD ES UNA, EL ESPÍRITU SANTO ES UNO Y DIOS NO PUEDE CONTRADECIRSE. 
Ya lo dijo proféticamente el Papa Gregorio XVI: «Otra causa que ha producido muchos de los males que afligen a la Iglesia es el indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría extendida por doquier, merced a los engaños de los impíos, y que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres. Fácilmente en materia tan clara como evidente, podéis extirpar de vuestra grey error tan execrable. Si dice el Apóstol que hay “un solo Dios, una sola fe y un solo bautismo”(Efe. 4, 5), entiendan, por lo tanto, los que piensan que por todas partes se va al puerto de salvación, que, según la sentencia del Salvador, están ellos contra Cristo, pues no están con Cristo (Luc. 11, 23)». (Encíclica "Mirari Vos"-15 de Agosto de 1832)

Fuentes consultadas:
*Decrees of the Ecumenical Councils, vol. 1, p. 479.
*Von Pastor, La Historia de los Papas, II, 346; citado por Warren H. Carroll, Una Historia de la Cristiandad, vol. 3 La Gloria de la Cristiandad, Front Royal, VA: Christendom Press, p. 571
*Concilio Vaticano II-Documentos. Ediciones Dabar, México p.504-505.

martes, 7 de agosto de 2012

ENCÍCLICA SOBRE LA ENSEÑANZA
DE LA DOCTRINA CRISTIANA


Pío X, Papa 



A nuestros Venerables Hermanos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.


Venerables Hermanos 
Salud y Bendición Apostólica.

          Aciagos sobremanera y difíciles son los tiempos en que, por altos juicios de Dios, fue nuestra flaqueza sublimada al supremo cargo de pastor universal de la grey de Cristo; porque es tal, en efecto, la diabólica astucia con que el enemigo cerca y acecha al rebaño, que no parece sino que, hoy más que nunca, tienen acabado cumplimiento aquellas proféticas palabras del Apóstol a los ancianos de la Iglesia de Éfeso: “Sé que entrarán... lobos rapaces entre vosotros, que no perdonarán la grey. Cuántos se sienten aún animados por el deseo de la divina gloria, buscan las causas y razones de esta decadencia religiosa; y, en consonancia con sus diferentes investigaciones, eligen los diversos caminos que a cada cual dicta su parecer para el restablecimiento y conservación del reino de Dios sobre la tierra. Nos, Venerables Hermanos, sin desconocer el mayor o menor Influjo de las demás causas, creemos que están en la verdad los que piensan que, tanto la actual indiferencia y embotamiento de los espíritus, como los gravísimos males que de aquí se originan, reconocen por causa primaria y principal la ignorancia de las cosas divinas; lo que admirablemente concuerda con lo que el mismo Dios dijo por el Profeta Oseas: “...Y no hay en la tierra ciencia de Dios. La maldición, y a mentira, y el homicidio, y el robo, y el adulterio, todo lo Inundan, y la sangre sobre la sangre se ha derramado. Por esto caerán el llanto y la miseria sobre la tierra y todos los que la habitan”. Y efectivamente, comunísimos son y, por desgracia, no injustos los clamores que nos advierten que en nuestra época hay muchos entre el pueblo cristiano sumidos en la más completa ignorancia de las verdades necesarias para la salvación eterna. 
          Y al decir pueblo cristiano, no nos referimos sólo a la plebe o a los hombres de humilde condición, cuya ignorancia hasta cierto punto es excusable, pues sometidos como están a la dura ley de sus señores, apenas les queda tiempo para atender, a sí mismos; sino también, y muy principalmente, a aquellos que, no careciendo de ilustración y talento, como lo prueba su erudición en las ciencias profanas, sin embargo, en materia de religión, viven con lamentable temeridad y con ciega imprudencia. Es increíble la obscuridad que acerca de esto los envuelve y, lo que es peor, se mantienen en ella con la más perfecta tranquilidad! Ni un pensamiento acerca de Dios, supremo Autor y Moderador de todas las cosas, ni una idea sobre la fe cristiana; nada saben, por tanto, de la Encarnación del Verbo, ni de la perfecta restauración del género humano, que fue su consecuencia ; nada de la gracia, principalísimo auxilio en la consecución de los eternos bienes; nada del augusto sacrificio, ni de los sacramentos, por medio de los cuales recibimos y conservamos esa misma gracia. Cuánta sea la malicia, cuánta la fealdad y torpeza del pecado, jamás se tiene presente para nada; de donde resulta el ningún cuidado por evitarlo o salir de él; y así se llega hasta el supremo día, y el sacerdote entonces, para no frustrar todo esperanza de salvación, tiene que dedicarse a la enseñanza sumaria de la religión los últimos momentos de aquella alma, momentos que sólo debiera emplear en excitarla a hacer actos de amor a Dios; y esto si no es que, como sucede con frecuencia, sea tal la culpable ignorancia del moribundo, que estime inútil la obra del sacerdote y, sin aplacar en modo alguno a Dios, se atreva a entrar con ánimo sereno por el tremendo camino de la eternidad.
Por eso dijo con razón nuestro Predecesor Benedicto XIV: “Afirmamos que una gran parte de los que se condenan, llegan a esta perpetua desgracia por la ignorancia de los misterios de la fe que es necesario conocer y creer para conseguir la felicidad eterna. Siendo esto así, Venerables Hermanos, ¿qué tiene de admirable que no ya entre las naciones bárbaras, sino aun entre las mismas que blasonan de cristianas, sea tan profunda y tienda cada día a serlo más la corrupción de hábitos y costumbres? Es cierto que el Apóstol San Pablo decía a los efesios: ―La fornicación y toda inmundicia y la avaricia, ni de nombre deben conocerse entre vosotros, como cumple a los santos; ni tampoco palabras torpes ni truhanerías; pero, como fundamento de tanta santidad y pureza, de ese pudor que sirve de freno a los desordenados apetitos, puso la ciencia de las cosas divinas: “Mirad, hermanos, con cuánta cautela debéis andar; no como ignorantes, sino como sabios... No queráis, pues, ser imprudentes, sino sabed primero la voluntad de Dios”. 
          Y con mucha razón. Porque la voluntad humana apenas retiene ya algo de aquel amor innato a lo recto y honesto con que Dios mismo la había enriquecido, y mediante el cual se veía como arrastrada por el verdadero bien. Depravada por la corrupción de la primera culpa y casi olvidada de Dios, su Creador, todo su afán lo ha puesto en correr tras la vanidad y la mentira.
          Extraviada, pues, y obcecada por desenfrenadas concupiscencias, la voluntad necesita un guía que le muestre el camino y la enderece por los malamente abandonados senderos de la justicia. Ahora bien, este guía no está lejos; nos lo ha dado la misma naturaleza y no es otro que nuestra propia razón; y si ella se ve privada de la verdadera luz, es decir, del conocimiento de las cosas divinas, será un ciego que guía a otro ciego, y, por consiguiente, ambos darán luego en el abismo. El santo Rey David, alabando a Dios por haber concedido al hombre la luz de la verdad, decía: “Grabada está, Señor, sobre nosotros, la luz de tu rostro”; y para decirnos los efectos de este don, agrega: Has dado la alegría a mi corazón; esto es, aquella alegría que ensancha nuestro corazón para correr por el camino de los divinos mandatos. 
          Y que no puede ser de otro modo, lo verá fácilmente cualquiera que piense en ello, en efecto, la sabiduría cristiana nos da a conocer a Dios y sus infinitas perfecciones, con mucha mayor amplitud que cuánto pidieran hacer las solas fuerzas naturales. ¿De qué manera? Mandándonos al mismo tiempo que reverenciemos a Dios por medio de la fe, que pertenece al entendimiento; de la esperanza, que nace de la voluntad; de la caridad, que arraiga en el corazón; y así somete todo el hombre a su supremo Autor y Moderador, igualmente, la doctrina de Jesucristo es la única que constituye al hombre en su verdadera y sublime dignidad, haciéndole hijo del Padre celestial que está en los cielos, criado a su semejanza y partícipe con El de la bienaventuranza eterna.
          Pero, de esta misma dignidad y de su conocimiento, deduce Cristo que los hombres deben amarse entre sí como hermanos, vivir en la tierra la vida de los hijos de la luz, no en medio de la gula y de la ebriedad, no en concupiscencia y torpeza, no en rivalidades y emulaciones; nos manda también que pongamos toda nuestra confianza en Dios, que cuida de nosotros; nos manda dar a los pobres, hacer a los que nos odian y anteponer los bienes eternos a los caducos intereses del tiempo. Y, para no entrar en más pormenores, ¿no es, acaso, consejo y precepto de Cristo la humildad, fundamento y origen de la verdadera gloria?
          “Aquel que... se humillare... ese será el mayor en el reino de los cielos”. La humildad es la que nos enseña la prudencia del espíritu para dominar con ella la prudencia de la carne; la justicia, para dar a cada uno lo que le pertenece; la fortaleza, para estar dispuesto a arrostrar con ánimo sereno todos los padecimientos por la causa de Dios y por nuestra eterna salvación; la templanza, en fin, para que, sin temor a ningún respeto humano, nos gloriemos en la misma cruz. En resumen, por medio de la sabiduría cristiana, no sólo adquirimos para nuestro entendimiento la luz de la verdad, sino que también se mueve y enfervoriza nuestra voluntad y elevándonos hasta Dios, nos unimos a El por el ejercicio de la virtud. Muy lejos estamos, pues, por cierto, de asegurar que la perversidad del alma y la corrupción de costumbres no puedan ir unidas con la ciencia religiosa. 
        ¡Ojalá no lo probaran cumplidamente los hechos! Sostenemos, sin embargo, que, con la mente envuelta en las tinieblas de crasa ignorancia, no pueden ir unidas ni la voluntad recta, ni las buenas costumbres. Es verdad que el que camina con los ojos abiertos puede voluntariamente apartarse del camino recto y seguro; pero al que camina ciego amenaza este peligro a cada instante. 
            Más aún: la sola corrupción de costumbres, si no se ha extinguido ya del todo la luz de la fe, deja al menos la esperanza de la enmienda; mas, si unir la perversidad de costumbres y la falta de fe e ignorancia, ya es casi imposible el remedio y sólo queda abierto el camino de la ruina. Si, pues, juntos y tan graves males se derivan de la ignorancia de la religión; y si, por otra parte, es tal la utilidad y necesidad de la instrucción religiosa que en vano pretenderá cumplir con sus deberes de cristiano el que de ella carezca; será ya oportuno averiguar a quién corresponde en definitiva disipar de las inteligencias esta perniciosísima ignorancia, y, por consiguiente, ilustrarlas con la necesaria ciencia.
       Plantear esta cuestión es resolverla, Venerables Hermanos: esta gravísima obligación incumbe directamente a todos los pastores de almas. Ellos son los que, según el precepto de Cristo, deben conocer y apacentar sus ovejas; ahora bien, apacentar es, ante todo, enseñar: ―Os daré, dice Dios por el Profeta Jeremías, pastores según mi corazón, y os apacentarán en la ciencia y la doctrina. Por eso decía también el Apóstol San Pablo: “No... me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar”, para dar a entender que la principal obligación de los que de cualquier modo tienen parte en el gobierno de la Iglesia, consiste en dar a los fieles la instrucción religiosa. Inútil nos parece ponderar las alabanzas de esta instrucción y cuán agradable sea ante los ojos de Dios. La limosna que damos al pobre para aliviar sus necesidades es ciertamente muy grata a Dios; pero quién podrá negar que han de serle mucho más gratos el deseo y el trabajo con que nos consagramos, no ya al alivio de las miserias transitorias del cuerpo, sino de las eternas necesidades del alma, por medio de la enseñanza y de la exhortación? Nada puede haber más deseable, nada más agradable para Cristo, Salvador de las almas, que dijo de Sí mismo por el Profeta Isaías: ―A evangelizar a, los pobres me ha enviado. Y aquí es del caso; Venerables Hermanos, dejar bien en claro que no puede haber para el sacerdote obligación más grave, ni vínculo más estrecho que éste. ¿Quién negará que en el sacerdote, a la santidad de la vida, debe: unirse la ciencia? “Los labios... del sacerdote custodiarán la, ciencia”. Y en realidad la Iglesia la exige severísimamente en los que han de ser elevados al sacerdocio. Pero, ¿por qué razón? Porque el pueblo cristiano espera de ellos el conocimiento de la luz divina, y porque Dios los destina para propagarla: “Y de su boca aprenderán la ley; porque es el ángel del Señor de los ejércitos”. Por eso el obispo, en la sagrada ordenación, dirigiéndose a los presbíteros ordenados, dice: ―Sea vuestra, doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; sean próvidos cooperadores nuestros; que, meditando día, y noche en su ley, crean lo que leyeren y enseñen lo que creyeren. Y si no hay sacerdote alguno a quien esto no concierna, ¿qué diremos de aquellos que, revestidos de la potestad de jefes, ejercen el cargo de rectores de almas en virtud de su misma dignidad y, podría decirse, de una especie de solemne pacto? Deben, en cierto modo, equipararse a aquellos doctores y pastores elegidos por Cristo para evitar que los fieles, como débiles niños, sean arrastrados por los vientos de nuevas doctrinas inventadas por la maldad de los hombres, y para hacer que, adultos y fuertes en la verdad y en el amor, permanezcan en todo unidos a Cristo que es su cabeza. 
          Por esta razón, el Santo Concilio de Trento, al tratar de los pastores de almas, declara que su principal y más grave obligación es enseñar al pueblo cristiano. Por eso les manda que, prediquen al pueblo en los domingos y fiestas más solemnes, por lo menos, y durante el Adviento y la Cuaresma, lo hagan diariamente o, al menos tres veces por semana. Y, no contento con esto, agrega que están obligados también los párrocos, por lo menos en esos mismos domingos y días festivos, a instruir a los niños, por sí mismos o por otros, en las verdades de la fe, y a enseñarles la obediencia a Dios y a sus padres. Y, si se trata de administrar los Sacramentos, manda que a cuántos los han de recibir se les dé a conocer en lenguaje claro y sencillo su eficacia. Estas prescripciones del santo Concilio fueron breve y distintamente compendiadas y definidas en las siguientes palabras de la Constitución: Etsi minime, de nuestro Predecesor Benedicto XIV: Dos cargas principalísimas fueron impuestas por el Concilio de Trento a los que tienen cura de almas: la primera, que prediquen al pueblo en los días festivos sobre las cosas divinas; la segunda, que instruyan a los niños y a todos los ignorantes en los rudimentos de la fe y de la ley de Dios. 
           E hizo muy bien el sapientísimo Pontífice al deslindar estas dos obligaciones, es decir, la predicación, enseñanza de la doctrina cristiana; porque no faltarán tal vez algunos que, llevados por el afán de disminuir su trabajo, lleguen a persuadirse de que una homilía será suficiente catequismo. Lo cual es, ciertamente, un error bien manifiesto; porque la predicación acerca del Evangelio está destinada a los que ya tienen suficiente instrucción religiosa; es como el pan que se distribuye a los adultos; mientras que, por el contrario, el catequismo viene a ser como aquella leche que, según el Apóstol San Pedro, debían desear los fieles del modo que la apetecen los niños en su más tierna infancia.
         El oficio del catequista se reduce a esto: escogida una verdad, de fe o de moral, explicarla con la mayor claridad y extensión; y, como el fin de la enseñanza es la enmienda de la vida, debe el catequista poner frente afrente lo que Dios manda hacer y lo que en la práctica hacen los hombres; en seguida, por medio de oportunos ejemplos, elegidos con tino en la Sagrada Escritura, en la Historia Eclesiástica o en la vida de los santos, persuadir a sus oyentes de la necesidad de reformar sus costumbres, mostrándoles como con la mano el modo de efectuarlo; concluir, finalmente, con una exhortación al aborrecimiento y la fuga del vicio, y al amor y práctica de la virtud. 
         No ignoramos, es cierto, que este oficio de enseñar la doctrina cristiana es por muchos tenido en menos, como cosa de poca monta y tal vez inadecuada para captarse el aura popular; pero Nos creemos que sólo pueden pensar así los que ligeramente se dejan llevar por las apariencias más que por la verdad. No escatimamos, naturalmente, nuestra aprobación y alabanza a los oradores sagrados que, inflamados por el celo de la divina gloria, se consagran a la defensa de la fe o a la glorificación de los santos; pero esa obra exige un trabajo previo, el trabajo de los catequistas: si éste falta, falta el fundamento y en vano trabajarán los que edifican la casa. Atildadísimos discursos, aplaudidos como preciosísimas joyas literarias, no logran muchas veces otro fruto que halagar gratamente los oídos, dejando absolutamente frío el corazón.
          Por el contrario, la instrucción catequística, aun la más humilde y sencilla, es como aquella palabra de Dios, de la cual dice El mismo por Isaías: “Ahí como la lluvia y el rocío que descienden del cielo no toman allí, sino que alegran la tierra, la empapan y fecundan, y dan fruto al que siembra y pan al que come; así también será la palabra salida de mi boca; no volverá vacía, sino que hará lo que Yo quiero y fructificará en la misión que le he confiado. De igual modo pensamos respecto de los sacerdotes que, para ilustrar las verdades de la religión, se dan a escribir gruesos volúmenes: nada más justo que tributarles por ello el más cumplido elogio. Pero, ¿cuántos son los lectores que saquen de tales libros un fruto proporcionado a las esperanzas y fatigas del autor? En cambio, la enseñanza de la doctrina cristiana, hecha como es debido, nunca deja de producir utilidad para los oyentes.
        Porque, a la verdad (y lo repetimos para inflamar el celo de los ministros del Señor), hay un grandísimo número de cristianos, que va creciendo aún de día en día, que o están en la más absoluta ignorancia de la religión, o tienen tales nociones acerca de Dios y la fe cristiana que, sin embargo de estar rodeados por la esplendorosa luz de la verdad católica, viven como si fueran, idolatras. Cuántos hay, cuántos son los niños, y no sólo los niños, sino también los adultos y hasta los ancianos, que ignoran totalmente los principales misterios de la fe, y al oír el nombre de Cristo exclaman: “¿Quién es... para creer en él”. Así se explica que no tengan empacho alguno de vivir criando y fomentando odios, pactar los más inicuos compromisos, realizar negocios altamente inmorales, apoderarse de lo ajeno mediante la usura, y tantas otras maldades de esta naturaleza. Así se explica que, ignorando la ley de Cristo, que no sólo condena las torpezas, sino hasta el deseo o pensamiento voluntario de cometerlas, aunque por cualquier causa extraña vivan alejados de los placeres obscenos, acepten sin reparo tales y tantos torpísimos pensamientos, que verdaderamente multiplican sus iniquidades sobre los cabellos de su cabeza.
         Y esto sucede es necesario repetirlo no sólo en los campos o entre el mísero populacho, sino también, y quizás con mayor frecuencia, entre las clases elevadas, entre aquellos a quienes la ciencia hincha, que, envanecidos por su falsa sabiduría, creen poder reírse de la religión y “blasfeman de todo lo que ignoran”.
        Ahora bien, si es inútil esperar fruto de una tierra donde nada se ha sembrado, ¿cómo pretender que se formen generaciones morales, si no han sido oportunamente Instruidas en la doctrina cristiana? De donde con razón deducimos que, si tanto languidece hoy la fe, hasta quedar en muchos casi extinguida, es porque, o se cumple mal con la obligación de enseñar la religión por medio del catequismo, o totalmente no se cumple. Sería, en verdad, muy pobre y torpe excusa la del que alegase que la fe es un don gratuito que a cada uno se nos infunde en el bautismo; porque, si bien es cierto que todos los bautizados en Cristo quedamos enriquecidos con el hábito de la fe, ese germen divinísimo no crece... y  forma grandes ramas por sí solo y como por virtud innata.
        También el hombre posee desde su nacimiento la facultad de la razón; pero necesita de la palabra de su madre que la avive y la excite a obrar. No de otra manera acontece al cristiano, que, al renacer por el agua y el Espíritu Santo, lleva en sí engendrada la fe; pero necesita de las enseñanzas de la Iglesia para alimentarla, robustecerla y hacerla fructífera. Por eso escribía el Apóstol: “La fe entra por el oído, y al oído llega la palabra de Cristo”; y para manifestar la necesidad de la enseñanza religiosa, agrega: “¿Cómo... oirán si no se les predica?”.
      Y, si con lo que hemos dicho queda probada la importancia de la enseñanza religiosa, toca a Nos emplear la más exquisita solicitud en que esta obligación de enseñar la doctrina cristiana, la más útil, como dice nuestro Predecesor Benedicto XIV, para la gloria de Dios y salvación de las almas, se mantenga siempre en todo su vigor y, si en alguna parte estuviere descuidada, recobre su antiguo lustre. Deseando, pues, Venerables Hermanos, satisfacer a este gravísimo deber de nuestro Supremo Apostolado, y uniformar en todas partes el método en cosa de tanta importancia; en virtud de nuestra suprema autoridad, establecemos y mandamos severísimamente que en todas las diócesis se observe y practique lo que sigue:

    I. Todos los párrocos y, en general, cuántos tengan cura de almas, instruirán a los niños y niñas, en los domingos y días festivos del año, sin exceptuar ninguno, valiéndose del catecismo elemental, y por espacio de una hora íntegra, sobre lo que cada uno debe creer y obrar para conseguir la salvación. 
   II. Los mismos, en determinados tiempos del año, prepararán a los niños y niñas para la conveniente recepción de los Sacramentos de la Penitencia y Confirmación, precia una instrucción de varios días. 
    III. Igualmente, y con especialísimo cuidado, en todos los días de Cuaresma y, si fuere necesario, en los días siguientes a la Pascua, instruyan a los jóvenes de uno y otro sexo, por medio de oportunas enseñanzas y exhortaciones, de modo que puedan recibir los santos frutos de la primera Comunión. 
  IV. Institúyase en todas y cada una de las parroquias la asociación canónica llamada vulgarmente Congregación de la doctrina cristiana. Por medio de ella encontrarán los párrocos, especialmente donde sea escaso el número de sacerdotes, auxiliares laicos para la enseñanza del catequismo, que prestarán este servicio, ya por el celo de la gloria de Dios, ya también para lucrar las numerosísimas indulgencias concedidas por los romanos pontífices a los que se dedican a este magisterio. 
   V. En las principales ciudades, y especialmente en aquellas que estén dotadas de universidades y liceos, ábranse cursos de religión, a fin de que pueda instruirse en las verdades de la fe y en las prácticas de la vida cristiana, esa juventud que asiste a los colegios superiores, donde para ; nada se hace mención de la enseñanza religiosa. 
   VI. y ya que, principalmente en nuestros aciagos días, la edad viril necesita tanto de instrucción religiosa como la edad de la niñez, todos los párrocos y demás que tengan cura de almas, fuera de la acostumbrada homilía sobre el Evangelio, que se debe predicar todos los días festivos en la iglesia parroquial, hagan también el catequismo a los fieles, en lenguaje sencillo y acomodado al auditorio, a la hora que estimen más oportuna para la concurrencia del pueblo, exceptuando solamente la hora del catequismo de los niños. Para lo cual deben seguir el catecismo del Concilio de Trento, procurando que, al cabo de cuatro o cinco años, abarquen todo lo referente al símbolo, sacramentos, decálogo, oración y mandamientos de la Iglesia.
Tal es lo que Nos, Venerables Hermanos, en virtud de nuestra autoridad apostólica, establecemos y mandamos: a vosotros toca procurar eficazmente que, en cada una de vuestras diócesis, se ponga sin demora alguna y totalmente en práctica; vigilar, además, y hacer uso de vuestra autoridad, a fin de que nada de lo que mandamos se eche a olvido, o, lo que sería lo mismo, se cumpla a medias y con tibieza. Y para que efectivamente tal cosa no suceda, es indispensable que recomendéis a los párrocos, insistiendo frecuentemente en ello, que nunca hagan su catequismo sin previa y diligente preparación; que no usen el lenguaje de la humana sabiduría, sino que, con simplicidad de corazón y con la sinceridad de Dios, sigan el ejemplo de Cristo que, aunque conocía lo más oculto desde el principio del mundo, sin embargo, todo lo comunicaba por medio de parábolas a las turbas, y nunca les hablaba sin parábolas. Esto mismo sabemos que hicieron los Apóstoles, enseñados por el Señor, y de ellos decía Gregorio Magno: Pusieron especial cuidado en predicar a las gentes rudas, cosas fáciles y sencillas, no materias arduas y elevadas. Y en lo que se refiere a la religión, la mayor parte de los hombres debe, en nuestra calamitosa época equipararse a la gente ruda.
         No queremos, sin embargo, que, engañado por el deseo de esta misma sencillez, se figure alguno que, en esta materia, no necesita ningún trabajo ni preparación; muy al contrario: es este el género que con más necesidad lo requiere. Mucho más fácil es encontrar un orador grandilocuente y fecundo, que un catequista perfecto. Por muy admirable que sea pues la facilidad del pensamiento y expresión con que la naturaleza haya dotado a alguno, tenga siempre por cierto que, si no se prepara con larga preparación y cuidado, nunca reportará frutos espirituales de la enseñanza de la doctrina a los niños o al pueblo. Engáñanse muy mucho los que, confiados en la ignorancia y rudeza del pueblo, pretenden que, para instruirle, no se requiere ninguna diligencia. Al contrario, mientras más rudo sea el auditorio, mayor esfuerzo y cuidado es necesario para amoldar a la capacidad de esas e incultas inteligencias esas sublimísimas verdades, tan superiores a toda vulgar comprensión, y tan necesarias a sabios como a ignorantes para conseguir la eterna felicidad.
        Séanos ya permitido, Venerables Hermanos, para concluir, dirigirnos a vosotros con las palabras de Moisés: “El que sea del Señor, sígame”. Ponderad un momento, os lo rogamos y suplicamos, cuántos males puede acarrear a las almas la ignorancia de una sola de las verdades divinas. Muchas y muy útiles y muy laudables instituciones tendréis, a no dudarlo, en vuestras diócesis, para bien de vuestra grey: no dejéis, sin embargo, de procurar, ante todas las cosas, con todo el empeño, con todo el celo, con toda la solicitud de que sois capaces, que el conocimiento de la doctrina cristiana llegue a todos los fieles y se inculque profundamente en sus almas. “Cada uno de vosotros -son palabras del Apóstol San Pedro-, comunique a los demás la gracia en la medida que la haya recibido, como buenos dispensadores de la multiforme gracia de Dios”. Haga próspera vuestra diligencia y fecundo vuestro celo, por mediación de la Beatísima Virgen Inmaculada, nuestra apostólica bendición, que, como testimonio de nuestro amor y como feliz augurio de las gracias celestiales, a vosotros y al clero y pueblo a cada uno de vosotros confiado, otorgamos de todo corazón.

Dado en Roma, en San Pedro, el día 15 de abril del año 1905, segundo de nuestro pontificado. 

Pío X, Papa.

lunes, 6 de agosto de 2012

LA VERDADERA ORACIÓN A SAN MIGUEL ARCÁNGEL
Papa León XIII


   


La Oración a San Miguel Arcángel del Papa León XIII es profética. Compuesta hace más de 100 años, es una oración muy interesante y controversial relacionada con la situación actual en que se encuentra la verdadera Iglesia católica. Esta oración se rezaba después de la Misa, pero fue después suprimida.  El 25 de septiembre de 1888, después de su Misa de la mañana, el Papa León XIII sufrió un desmayo. Los asistentes pensaron que estaba muerto. Después de recuperar la conciencia, el Papa describió una espantosa conversación que había escuchado procedente del tabernáculo. La conversación se componía de dos voces; voces que el Papa León XIII claramente identificó eran las de Jesucristo y del diablo. El diablo se jactaba de que podía destruir la Iglesia, si se le concedían 75 años para llevar a cabo su plan (o 100 años, según  otros informes). El diablo también pidió permiso para tener “una mayor influencia sobre aquellos que se entregaran a mi servicio”. A las peticiones del diablo, el Señor le respondió: “se te dará el tiempo y el poder”.

Impactado profundamente por lo que había oído, el Papa León XIII compuso la siguiente Oración a San Miguel (que también es una profecía) y ordenó que se rezara después de las Misas ordinarias como medida de protección para la Iglesia contra los ataques del infierno. La oración es la siguiente (ponga especial atención las partes en negrita), seguido por algunos de nuestros comentarios. Esta oración fue tomada de La Raccolta, 1930, edición inglesa, Benziger Bros., pp. 314-315. La Raccolta es una colección de la Iglesia católica con imprimátur de oraciones oficiales indulgenciadas.

Oración a San Miguel Arcángel

        “¡Oh glorioso príncipe de la milicia celestial, San Miguel Arcángel, defiéndenos en el combate y en la terrible lucha contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos esparcidos por los aires (Ef. 6)! Ven en auxilio de los hombres que Dios ha creado inmortales, hechos a su imagen y semejanza y rescató con gran precio de la tiranía del demonio (Sab. 2; I Cor. 6).

      ”Combate en este día, con el ejército de los santos ángeles, el combate del Señor como en otro tiempo combatiste contra Lucifer, jefe de los orgullosos, y contra los ángeles apóstatas que fueron impotentes de resistirte y para quienes nunca más hubo lugar en el cielo.
”Sí, ese gran dragón, esa antigua serpiente que se llama demonio y Satanás, que seduce al mundo entero, fue precipitado con sus ángeles al fondo del abismo (Apoc. 12). Pero he aquí que ese antiguo enemigo, este antiguo homicida ha levantado ferozmente la cabeza. Disfrazado como ángel de luz y seguido de toda la turba de espíritus malignos, recorre el mundo entero para apoderarse de él y desterrar el nombre de Dios y de su Cristo, para hundir, matar y entregar a la perdición eterna a las almas destinadas a la eterna corona de gloria. Sobre los hombres de espíritu perverso y de corazón corrupto, este dragón malvado derrama también, como un torrente de fango impuro el veneno de su malicia infernal, es decir, el espíritu de mentira, de impiedad, de blasfemia y el soplo envenenado de la impudicia, de los vicios y de todas las abominaciones.

      ”Los enemigos llenos de astucia han colmado de oprobios y amarguras a la Iglesia, esposa del Cordero inmaculado y le han dado de beber ajenjo, y sobre sus bienes más sagrados han puesto sus manos criminales para realizar todos sus impíos designios. Allí, en el lugar sagrado donde está constituida la Sede del beatísimo Pedro y Cátedra de la Verdad para iluminar a los pueblos, allí colocaron el trono de la abominación de su impiedad, para que, con el designio inicuo de herir al Pastor, se dispersen las ovejas.

”Te suplicamos pues, oh príncipe invencible; auxilia al pueblo de Dios y dale la victoria contra los ataques de esos espíritus réprobos. Este pueblo te venera como su protector y patrono, y la Iglesia se gloría de tenerte como defensor contra los malignos poderes del infierno. A ti te confió Dios el cuidado de conducir a las almas a la beatitud celestial. ¡Ruega pues al Dios de la paz que ponga bajo nuestros pies a Satanás vencido y de tal manera abatido, que no pueda nunca más mantener a los hombres en la esclavitud ni causar perjuicio a la Iglesia! Presenta nuestras oraciones ante la mirada del Todopoderoso, para que las misericordias del Señor nos alcancen cuanto antes. Somete al dragón, a la antigua serpiente, que es el diablo y Satanás, lánzalo encadenado en el abismo para que no pueda seducir más a las naciones (Apoc. 20). Amén”.

“Desde ya confiados con vuestra asistencia y protección, con la sagrada autoridad de la Santa Madre Iglesia, y en nombre de Jesucristo, Dios y Señor nuestro, emprendemos con fe y seguridad repeler a los asaltos de la astucia diabólica”.

V/ He aquí la Cruz del Señor, huyan potencias enemigas.
R/ Vence el León de la tribu de Judá, la estirpe de David.
V/ Que tus misericordias, Oh Señor, se realicen sobre nosotros.
R/ Como esperamos de ti.
V/ Señor, escucha mi oración.
R/ Y mi clamor llegue hasta ti.

Oremos.
“Oh Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, invocamos tu Santo Nombre, e imploramos insistentemente tu clemencia, para que con la intercesión de María inmaculada siempre Virgen, nuestra Madre, y el glorioso San Miguel Arcángel, de San José, Esposo de la misma bienaventurada Virgen, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y de todos los santos, te dignes auxiliarnos contra Satanás y todos los otros espíritus inmundos que recorren la tierra para dañar al género humano y perder las almas. Amén”.

Papa León XIII

En 1934, la sorprendente oración del Papa León (dado arriba) fue cambiada sin explicación. La frase crucial refiriéndose a la apostasía en Roma (este lugar sagrado, donde fue establecida la Sede del bienaventurado Pedro y la cátedra de la Verdad que debe iluminar al mundo) fue eliminada. Al mismo tiempo, el uso de la Oración a San Miguel del Papa León XIII que se rezaba después de cada Misa fue sustituida por una oración más corta, la famosa ahora abreviada Oración a San Miguel. Esta oración sigue de la siguiente manera:

“San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla; sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes; y tú, príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén”.